Del Cardenal: Abrazar la sinodalidad, discipulado misionero| 27 de septiembre 2024

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Vol. 6. No. 2

Mis Queridas Hermanas y Hermanos en Cristo,

El domingo 29 de septiembre, festividad de San Miguel, San Gabriel y San Rafael, los tres arcángeles nombrados en las Sagradas Escrituras, llegan a Roma los participantes en el Sínodo de los Obispos de 2024. Comenzamos nuestro retiro el lunes 30 de septiembre. Por favor, recen por nosotros ahora y durante todo el mes de octubre.

El Sínodo 2021-2024, “Por una Iglesia Sinodal. Comunión, Participación, Misión” es una llamada a la alegría y a la renovación del Pueblo de Dios en el seguimiento del Señor y en el compromiso de servir a la misión de nuestro Redentor. Como explica Instrumentum Laboris (Documento de Trabajo) para este encuentro (véase la selección más abajo), durante las próximas cuatro semanas nos centraremos en la llamada al discipulado misionero, un encargo que se ha dado a todos los bautizados, sin excepción.

“Sinodalidad” es un concepto que aún no ha sido plenamente comprendido o aceptado por muchos en nuestra Iglesia, pero es tan antiguo como la Iglesia misma, y aborda de manera muy importante los retos y oportunidades de nuestros días. En un tiempo caracterizado por el rencor y las amargas divisiones, la “sinodalidad” nos recuerda que estamos llamados a la unidad, a caminar juntos como hermanas y hermanos en un viaje hacia nuestra patria celestial. Significa, como dice Instrumentum Laboris, “aprender a acompañarnos mutuamente como pueblo peregrino que recorre la historia hacia un destino común, la ciudad celestial. Recorriendo este camino, alimentados por la Palabra de Dios y la Eucaristía, nos transformamos en lo que recibimos”.

El Papa Francisco nos ha desafiado repetidamente a comprender y abrazar nuestro papel de discípulos misioneros. Él ve la sinodalidad como una forma de expresar nuestra identidad y misión como Pueblo de Dios unido en toda nuestra diversidad, trabajando juntos para superar los efectos devastadores del pecado y la muerte en nuestro mundo. Como dijo el Santo Padre en un discurso a los líderes de los movimientos espirituales en la Iglesia (véase la selección más abajo):

A menudo he insistido en que el camino sinodal requiere una conversión espiritual, porque sin una transformación interior no se pueden conseguir resultados duraderos. Mi esperanza es que, tras este Sínodo, la sinodalidad pueda perdurar como un modo permanente de trabajar dentro de la Iglesia, a todos los niveles, impregnando los corazones de todos, pastores y fieles por igual, hasta convertirse en un “estilo eclesial” compartido.

La sinodalidad no consiste en cambiar la doctrina de la Iglesia. Se trata del modo en que caminamos juntos, escuchándonos unos a otros, compartiendo las esperanzas y los sueños, las alegrías y las penas de los demás. Como nos enseña el Papa Francisco, la sinodalidad es una forma de vivir, aprender y trabajar juntos que confía en la presencia y el poder del Espíritu Santo.

La conversión espiritual necesaria para hacer de la sinodalidad un estilo eclesial eficaz sólo puede llegar a través del discernimiento orante de la voluntad de Dios para su Iglesia. Durante los días de retiro que precederán al Sínodo 2024, se pedirá a los participantes que oren por la gracia de servir como líderes corresponsables llamados a la comunión, la participación y la misión en y a través de la Iglesia.

Como dice claramente Instrumentum Laboris:

Esta visión de la Iglesia – un pueblo peregrino en todas las partes del mundo que busca la conversión sinodal en aras de la misión – nos guía mientras avanzamos por este camino con alegría y esperanza. Es una visión que contrasta fuertemente con la realidad de un mundo en crisis, cuyas heridas y escandalosas desigualdades resuenan profundamente en el corazón de todos los discípulos de Cristo. Nos impulsa a rezar por todas las víctimas de la violencia y la injusticia y a renovar nuestro compromiso de trabajar junto a las mujeres y los hombres que son artífices de justicia y paz en todas las partes del mundo.

¡Que los santos ángeles intercedan por nosotros! ¡Y que el Espíritu Santo nos guíe en el discernimiento de la voluntad de Dios para su Iglesia!

Sinceramente suyo en Cristo Redentor,

Cardenal Joseph W. Tobin, C.Ss.R.
Arzobispo de Newark


Una selección de “Instrumentum Laboris” para la Segunda Sesion de la 16ma Asamblea General Ordinaria del Sinodo de los Obispos, octubre de 2024

Introducción

En el corazón del Sínodo 2021-2024, “Por una Iglesia Sinodal. Comunión, Participación, Misión” hay una llamada a la alegría y a la renovación del Pueblo de Dios en el seguimiento del Señor y en el compromiso al servicio de Su misión. La llamada a ser discípulos misioneros se basa en la identidad bautismal común, se arraiga en la diversidad de contextos en los que la Iglesia está presente y encuentra unidad en el único Padre, en el único Señor y en el único Espíritu. Es una llamada a todos los bautizados, sin excepción: “Todo el Pueblo de Dios es el sujeto del anuncio del Evangelio. En él, todo bautizado es convocado para ser protagonista de la misión porque todos somos discípulos misioneros” (CTI, n. 53). Esta renovación encuentra su expresión en una Iglesia que, reunida por el Espíritu mediante la Palabra y el Sacramento (cf. CD 11), anuncia la salvación que experimenta continuamente, a un mundo hambriento de sentido y sediento de comunión y solidaridad. Es para este mundo para el que el Señor prepara un banquete en su monte.

Practicar la sinodalidad es la forma mediante la cual renovamos hoy nuestro compromiso con esta misión y es una expresión de la naturaleza de la Iglesia. Crecer como discípulos misioneros significa, ante todo, responder a la llamada de Jesús a seguirle, correspondiendo al don que recibimos cuando fuimos bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Significa también aprender a acompañarnos mutuamente, como Pueblo de peregrinos en camino a través de la historia hacia un destino común, la ciudad celestial. Al recorrer este camino, al partir el pan de la Palabra y de la Eucaristía, nos transformamos en lo que recibimos. Comprendemos así que nuestra identidad de Pueblo salvado y santificado posee una dimensión comunitaria ineludible que abarca a todas las generaciones de creyentes que nos han precedido y nos seguirán: la salvación que hay que recibir y testimoniar es relacional, ya que nadie se salva solo. O más bien, empleando las palabras aportadas por una Conferencia Episcopal asiática, vamos tomando conciencia poco a poco de que: “La sinodalidad no es simplemente un objetivo, sino un camino de todos los fieles, que debemos recorrer juntos de la mano. Por eso, comprender su pleno significado requiere tiempo” (CE Bangladesh). [2]. San Agustín habla de la vida cristiana como una peregrinación solidaria, un caminar juntos “hacia Dios no corremos con pasos, sino con el afecto” (Agustín, Sermón 306 B, 1), compartiendo una vida hecha de oración, de anuncio y de amor al prójimo.

El Concilio Vaticano II enseña que “todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos” (LG, n. 3). En el corazón del camino sinodal se encuentra el deseo, antiguo y siempre nuevo, de comunicar a todos la promesa y la invitación del Señor, custodiadas en la tradición viva de la Iglesia, a reconocer la presencia del Señor resucitado entre nosotros y a acoger los múltiples frutos de la acción de su Espíritu. La visión de la Iglesia – pueblo de peregrinos que, en todos los lugares de la tierra, busca la conversión sinodal por amor a su misión – nos guía mientras avanzamos con alegría y esperanza por el camino del Sínodo. Esta visión contrasta crudamente con la realidad de un mundo en crisis, cuyas heridas y desigualdades escandalosas resuenan dolorosamente en el corazón de todos los discípulos de Cristo, impulsándonos a rezar por todas las víctimas de la violencia y de la injusticia y a renovar nuestro compromiso junto a las mujeres y los hombres que, en todas las partes del mundo, se esfuerzan por ser artesanos de la justicia y la paz.

Fuente: Vaticano


Un Mensaje del Papa Francisco: Palabras de Desafío y Esperanza

(Una selección de las palabras del Papa Francisco a los participantes en el Encuentro con los Moderadores de las Asociaciones de Fieles, Movimientos Eclesiales y Nuevas Comunidades apoyados por el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, junio 13, 2024)

A menudo he insistido en que el camino sinodal requiere una conversión espiritual, porque sin una transformación interior no se pueden conseguir resultados duraderos. Mi esperanza es que, tras este Sínodo, la sinodalidad pueda perdurar como un modo permanente de trabajar dentro de la Iglesia, a todos los niveles, impregnando los corazones de todos, pastores y fieles por igual, hasta convertirse en un “estilo eclesial” compartido. Sin embargo, para lograrlo es necesario que se produzca un cambio dentro de cada uno de nosotros, una verdadera “conversión”.

Ha sido un largo camino. Pensemos que el primero que vio la necesidad de la sinodalidad en la Iglesia latina fue san Pablo VI cuando, tras el Concilio Vaticano II, creó la Secretaría para el Sínodo de los Obispos. Las Iglesias orientales habían conservado la sinodalidad, pero la Iglesia latina la había perdido. San Pablo VI abrió este camino. Hoy, casi sesenta años después, podemos decir que la sinodalidad ha entrado en el modo de actuar de la Iglesia. El elemento más importante del Sínodo sobre la sinodalidad no es tanto el tratamiento de tal o cual problema. El elemento más importante es el camino parroquial, diocesano y universal que hacemos juntos en la sinodalidad.

A la luz de esta conversión espiritual, deseo destacar algunas actitudes, algunas “virtudes sinodales”, que podemos deducir de los tres anuncios de la Pasión en el Evangelio de Marcos (cf. Mc 8,31; 9,31; 10,32-34): pensar como Dios piensa, superar el exclusivismo y cultivar la humildad.

Primero: pensar como Dios piensa. Tras el anuncio inicial de la Pasión, el evangelista narra cómo Pedro reprende a Jesús. Él, que debería haber sido un ejemplo ayudando a los demás discípulos a ponerse plenamente al servicio de la obra del Maestro, se opone a los planes de Dios rechazando su pasión y muerte. Jesús le dice: “Porque no te fijas en las cosas divinas, sino en las humanas” (Mc 8, 33).

Este es el primer cambio interior que se nos pide: superar el “pensamiento meramente humano” para abrazar el “pensamiento de Dios”. Antes de tomar cualquier decisión, antes de iniciar cualquier programa, cualquier apostolado, cualquier misión dentro de la Iglesia, debemos preguntarnos: ¿qué quiere Dios de mí, qué quiere Dios de nosotros, en este momento, en esta situación? Lo que yo preveo, lo que nosotros como grupo tenemos en mente, ¿está verdaderamente alineado con el “pensamiento de Dios”? Recordemos que el Espíritu Santo es el protagonista del camino sinodal, no nosotros mismos: sólo él nos enseña a escuchar la voz de Dios, individualmente y como Iglesia.

Dios es siempre más grande que nuestras ideas, más grande que las mentalidades dominantes y las “modas eclesiales” del momento, incluso que el carisma de nuestro grupo o movimiento particular. Por tanto, no presumamos nunca de estar “en sintonía” con Dios: más bien, esforcémonos continuamente por elevarnos por encima de nosotros mismos y abrazar la perspectiva de Dios, no la de los hombres y mujeres. Este es el primer gran reto. Pensar como Dios piensa. Recordemos aquel pasaje evangélico en el que el Señor anunciaba su Pasión y Pedro se le oponía. ¿Qué dijo el Señor? “No actúas según Dios, no piensas como Dios piensa”.

Segundo: la superación del exclusivismo. Tras el segundo anuncio de la Pasión, Juan se opone a un hombre que expulsaba demonios en nombre de Jesús, pero que no pertenecía a su grupo de discípulos: “Maestro”, dice, “vimos a un hombre que expulsaba demonios en tu nombre, y se lo prohibimos, porque no nos seguía” (Mc 9,38). Jesús desaprueba esta actitud y le dice: “Quien no está contra nosotros, está por nosotros” (Mc 9,40); luego invita a todos los apóstoles a estar atentos para no ser piedra de tropiezo para los demás (cf. Mc 9,42-50).

Por favor, desconfiemos de la tentación del “círculo cerrado”. Los apóstoles, elegidos para ser los cimientos del nuevo pueblo de Dios, abierto a todas las naciones de la tierra, no logran captar esta visión expansiva. Se encierran en sí mismos, aparentemente empeñados en salvaguardar los dones que les ha concedido el Maestro, como curar enfermos, expulsar demonios, proclamar el Reino (cf. Mc 2,14), como si fueran privilegios.

También son retos para nosotros: limitarnos a lo que piensa nuestro “círculo”, estar convencidos de que lo que hacemos es lo correcto para todos y defender, quizá sin querer, posiciones, prerrogativas o el prestigio del “grupo”. Otra posibilidad es que también nos lo impida el miedo a perder nuestro sentido de pertenencia e identidad al abrirnos a otras personas y puntos de vista diferentes, lo que se deriva de no reconocer la diversidad como una oportunidad y no como una amenaza. Se trata de “encierros” en los que todos corremos el riesgo de quedar aprisionados. Estemos atentos: nuestro propio grupo, nuestra propia espiritualidad son realidades que nos ayudan a caminar con el Pueblo de Dios, pero no son privilegios, pues existe el peligro de acabar encarcelados en estos recintos.

En cambio, la sinodalidad nos pide que miremos más allá de las barreras con magnanimidad, que veamos la presencia de Dios y sus acciones incluso en personas que no conocemos, en nuevos enfoques pastorales, en territorios de misión inexplorados. Nos pide que nos dejemos conmover, incluso sentirnos “heridos”, por la voz, la experiencia y el sufrimiento de los demás: de nuestros hermanos en la fe y de todos los que nos rodean. Estar abiertos, con el corazón abierto.

En tercer y último lugar: cultivar la humildad. Tras el tercer anuncio de la Pasión, Santiago y Juan piden puestos de honor junto a Jesús, quien, en cambio, responde invitando a todos a considerar que la verdadera grandeza no está en ser servido, sino en servir, en ser servidor de todos, pues eso es lo que él mismo vino a hacer (cf. Mc 10, 44-45).

Aquí comprendemos que el punto de partida de la conversión espiritual debe ser la humildad, puerta de entrada de todas las virtudes. Me entristece cuando encuentro cristianos que se jactan porque soy sacerdote de este lugar, o porque son laicos de aquel lugar, porque soy de esta institución… Eso es malo.  La humildad es la puerta, el principio. Nos obliga a escrutar nuestras intenciones: ¿qué busco realmente en mis relaciones con mis hermanos y hermanas en la fe? ¿Por qué persigo determinadas iniciativas dentro de la Iglesia? Si detectamos en nosotros un atisbo de orgullo o arrogancia, pidamos la gracia de redescubrir la humildad. En efecto, sólo los humildes realizan grandes cosas en la Iglesia, porque tienen un fundamento sólido en el amor de Dios, que nunca falla, y por eso no buscan más reconocimiento.

Esta fase de conversión espiritual es también fundamental para construir una Iglesia sinodal: sólo la persona humilde estima a los demás y acoge su aportación, su consejo, su riqueza interior, haciendo emerger no su propio “yo”, sino el “nosotros” de la comunidad. Me duele cuando nos encontramos con cristianos…, en español decimos “yo me mí conmigo para mí”. Estos cristianos se ponen “en el centro”. Es triste. Son los humildes los que salvaguardan la comunión en la Iglesia, evitando divisiones, superando tensiones, sabiendo dejar de lado sus propias iniciativas para contribuir a proyectos comunes. Al servir, encuentran la alegría y no la frustración o el resentimiento. Vivir la sinodalidad, a todos los niveles, es verdaderamente imposible sin humildad.

Fuente: Vaticano


Mi Oración para Ustedes


Por favor, acompáñenme en este himno de alabanza del profeta Isaías: “Este es nuestro Dios; en el confiamos y él nos salvó. Alegrémonos, gocémonos, él nos ha salvado” (Is 25,9).

Como Pueblo de Dios, unámonos en esta alabanza. Como peregrinos de la esperanza, ¡sigamos avanzando por el camino sinodal hacia los que aún esperan el anuncio de la Buena Noticia de la salvación! Les bendigo; ¡adelante! Y les pido que recen por mí. ¡Por favor!