Cardenal Tobin: Maria: Madre de la Misericordia

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Vol. 7. No. 5

Mis queridas hermanas y hermanos en Cristo:

María, la Señora Misericordiosa, nos ayuda a buscar y encontrar el amor y el perdón a través de su Hijo. María es la Madre de la Misericordia porque nos conduce a Jesús. Imágenes de María como el icono de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, del que los redentoristas tenemos el privilegio de ser guardianes, y la imagen milagrosa de Nuestra Señora de Guadalupe, muestran que María no es una diosa a la que hay que adorar, porque ella baja los ojos y señala a su Hijo, a la bondad y la salvación en Él.

Hoy en día existe una tendencia a desacreditar a María, afirmando que la devoción a ella “mantiene a las mujeres en su lugar”, en un papel sumiso o secundario. De hecho, el Magnificat proclama con valentía lo contrario. María es fuerte. Es llamada bienaventurada por todas las generaciones debido a las grandes obras realizadas a través de ella por la Providencia de Dios.

Una pintura de Juan Diego mostrando su tilma con la imagen milagrosa de la Virgen de Guadalupe, mientras caen rosas de su manto.

Uno de mis ejemplos favoritos de la fortaleza de María se encuentra en la historia de Nuestra Señora de Guadalupe. Como sabemos, el obispo franciscano de la Ciudad de México, Juan de Zumárraga, se negó a creer a su mensajero, Juan Diego Cuauhtlatoatzin, un indio chichimeca a quien María se le apareció hablando su idioma y vestida con ropa indígena. El obispo—escéptico como Zacarías—exigió una señal, por lo que María llenó milagrosamente la tilma (capa) de Juan Diego con rosas, que no eran de temporada en esa época del año (diciembre). Cuando Juan regresó al obispo y abrió su capa, la imagen milagrosa de María apareció incrustada en su tilma.

Por la gracia de Dios, a través de la intercesión de María, el obispo de Zumárraga se convirtió—¡una experiencia que todo obispo debería tener! Convencido por las señales que la Santísima Madre le ofreció, aprobó su petición de que se construyera una capilla en el cerro del Tepeyac. La imagen milagrosa incrustada en el manto de Juan Diego se puede ver hoy en día en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, situada a las afueras de la Ciudad de México. Se trata del santuario Mariano más popular del mundo, con más de seis millones de peregrinos al año.

María cambia los corazones. Nos lleva a su Hijo y nos ayuda a reconocerlo como nuestro Redentor. María, Nuestra Señora de Guadalupe, es la patrona de América. Millones de católicos y miembros de otras confesiones cristianas acuden a ella en busca de protección contra todos los males que les amenazan, como las enfermedades, la pobreza, la violencia y los disturbios económicos o sociales. Sus palabras a Juan Diego, “No temas. ¿No soy yo tu madre?”, muestran su misericordia y compasión. Son palabras que todos podemos tomar en serio, independientemente de nuestras circunstancias o de lo que nos cause ansiedad o miedo.

María, hermosa Señora del Tepeyac, intercede por nosotros, tus hijos, y protégenos de todo mal a través de la obra redentora de tu Hijo, Jesús. Que todos recordemos acudir a ti e implorar tu ayuda en momentos de dificultad, soledad o miedo.

Sinceramente suyo en Cristo Redentor,
Cardenal Joseph W. Tobin, C.Ss.R.
Arzobispo de Newark


Octubre–Mes del Santo Rosario de la Santísima Virgen María

(De la página web de la Abadía de San José, Spencer, Massachusetts)

Una imagen de un vitral de Nuestra Señora—María: Madre de la Misericordia.

En las mañanas de otoño, cuando concluimos los Laudes, la gigantesca ventana de Nuestra Señora suele resplandecer con el brillo del sol naciente. María está iluminada por el Amanecer Radiante, el Sol de Justicia, que es Jesucristo, su Hijo. Bautizados en Cristo Jesús, nuestras vidas también deben resplandecer con su presencia. Una forma de acercarnos más a él es rezando el rosario. Octubre es el mes tradicionalmente dedicado al Santo Rosario de la Santísima Virgen María.

Qué consuelo nos brinda el rosario. Al recordar los misterios de la vida de Cristo y de Nuestra Señora, repetimos un Ave María tras otro. De hecho, los misterios del Santo Rosario—gozosos, dolorosos, gloriosos y luminosos—son también los misterios de nuestras propias vidas. Al rezar el rosario, le pedimos a Nuestra Señora que nos acerque más a Él, que es nuestra Luz. Recordamos haber visto a nuestros padres y abuelos rezar tan a menudo el rosario, “contando sus cuentas”, como algunos llamaban a esta devoción. Recordamos también que para muchos santos el rosario era una parte indispensable de su oración diaria.

En su biografía del Papa Francisco, Austen Ivreigh relata la experiencia del entonces Cardenal Bergoglio al rezar con San Juan Pablo II:

Una tarde fui a rezar el Santo Rosario que dirigía el Santo Padre. Él estaba delante de nosotros, de rodillas. Con el Santo Padre de espaldas a mí, me sumergí en la oración. En medio de la oración, me distraje mirando al Papa y el tiempo comenzó a desvanecerse. Empecé a imaginar al joven sacerdote, al seminarista, al poeta, al trabajador, al niño de Wadowice en la misma postura en la que se encontraba ahora, rezando un Ave María tras otro. Su testimonio me impactó. Sentí que este hombre, elegido para guiar a la Iglesia, era la suma de un camino recorrido junto a su Madre en el cielo, un camino que comenzó en su infancia. Y de repente me di cuenta del peso de las palabras pronunciadas por la Madre de Guadalupe a San Juan Diego: “No temas. ¿No soy yo tu madre?”. Comprendí la presencia de María en la vida del Papa. Su testimonio no se perdió en mi memoria. Desde entonces, rezo los quince misterios del rosario todos los días. – Extractos de El Gran Reformador: Francisco y la Creación de un Papa Radical, Austen Ivreigh, p. 275.

Imagen: Vitral de Nuestra Señora, Abadía de San José, Spencer, Massachusetts


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Un mensaje de Papa León XIV: En el Cristo único, somos uno

María, maravillosa unión de gracia y libertad, nos exhorta a tener confianza y valor, y a participar plenamente en la vida del pueblo de Dios.

En María de Nazaret está nuestra historia: la historia de la Iglesia inmersa en la humanidad común. Encarnándose en ella, el Dios de la vida — el Dios de la libertad — ha vencido a la muerte. Sí, hoy contemplamos cómo Dios vence a la muerte — pero no sin nosotros. Suyo es el reino, pero nuestro es el “sí” a su amor que todo puede cambiar. En la Cruz, Jesús pronunció libremente el “sí” que debía vaciar de poder a la muerte — esa muerte que aún se difunde cuando nuestras manos crucifican y nuestros corazones son prisioneros del miedo y de la desconfianza. En la Cruz, venció la confianza; venció el amor, que es capaz de ver aquello que aún no llega; venció el perdón.

Y María estaba; estaba allí, unida a su Hijo. Hoy podemos intuir que somos como María cuando no huimos, cuando hacemos nuestro el “sí” de Jesús. En los mártires de nuestro tiempo, en los testigos de la fe y de la justicia, de la mansedumbre y de la paz, ese “sí” sigue viviendo y sigue enfrentando a la muerte. De ese modo, este día de alegría es un día que nos compromete a decidir – cómo y para quién vivimos.

La liturgia de esta fiesta de la Asunción nos ha propuesto el pasaje evangélico de la Visitación. San Lucas transmite en este pasaje el momento crucial en la vocación de María. Es hermoso regresar a ese momento en el día en que celebramos la meta final de su existencia. Toda historia humana, incluso la de la Madre de Dios, es breve en esta tierra y termina. Pero nada está perdido. De ese modo, cuando una vida concluye, brilla con mayor claridad la unidad de toda su existencia. El Magníficat, que el Evangelio pone en labios de la joven María, irradia ahora una luz que ilumina su historia. En este día — el del encuentro con su prima Isabel — se contiene la semilla de cualquier otro día, de cualquier otra época. Y las palabras no son suficientes; es necesario un canto, que la Iglesia sigue entonando cada día, al atardecer, “de generación en generación” (Lc 1,50). La sorprendente fecundidad de la estéril Isabel confirmó a María en su confianza; le anticipó la fecundidad de su “sí”, que se prolonga en la fecundidad de la Iglesia y de toda la humanidad, cuando la Palabra renovadora de Dios es acogida. Ese día dos mujeres se encontraron en la fe, después permanecieron tres meses juntas para ayudarse, no sólo en las cosas prácticas, sino en un nuevo modo de leer la historia.

De esa manera, hermanas y hermanos, la Resurrección entra también en nuestro mundo. Las palabras y las decisiones de muerte parecen prevalecer, pero la vida de Dios trunca la desesperación por medio de experiencias concretas de fraternidad, por medio de nuevos gestos de solidaridad. La Resurrección, antes incluso de ser nuestro destino último, modifica —en el alma y en el cuerpo — nuestro habitar en la tierra. El canto de María, su Magníficat, refuerza en la esperanza a los humildes, a los hambrientos, a los siervos diligentes de Dios. Son las mujeres y los hombres de las Bienaventuranzas, que ya ven lo invisible aun estando en la tribulación: los poderosos derribados de sus tronos, los ricos con las manos vacías, las promesas de Dios realizadas. Se trata de experiencias que todos, en cada comunidad cristiana, deberíamos poder decir que hemos vivido; que parecen imposibles, pero en ellas se sigue revelando la Palabra de Dios. Cuando nacen los vínculos con los que nos oponemos al mal con el bien, a la muerte con la vida, entonces vemos que con Dios no hay nada imposible (cf. Lc 1,37).

En algunas ocasiones, lamentablemente, allí donde predominan las seguridades humanas, un cierto bienestar material y esa relajación que adormece las conciencias, esta fe puede envejecer. Es entonces cuando nos invade la muerte, en formas de resignación y queja, de nostalgia e inseguridad. En lugar de ver que este viejo mundo se acaba, se sigue buscando auxilio en él; el auxilio de los ricos, de los poderosos, que generalmente se acompaña con el desprecio de los pobres y los humildes. Pero la Iglesia vive en sus miembros frágiles, rejuvenece gracias a su Magníficat. También hoy las comunidades cristianas pobres y perseguidas, los testigos de la ternura y del perdón en los lugares de conflicto, los operadores de paz y los constructores de puentes en un mundo hecho pedazos son la alegría de la Iglesia, son su permanente fecundidad, las primicias del Reino que viene. Muchos de ellos son mujeres, como la anciana Isabel y la joven María — mujeres Pascuales, apóstoles de la Resurrección. ¡Dejémonos convertir por sus testimonios!

(Una selección de la homilía del Papa León XIV en la Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María, Castel Gandolfo, agosto 15, 2025)


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Mi Oración para Ustedes

Por favor, únanse a mí para orar este Cántico de María, el Magnificat (Lc 1:46–55):

Proclama mi alma la grandeza del Señor

se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador  
porque se ha dignado fijarse en su humilde sierva.

Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones: 
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí, 
su Nombre es santo.

Y su misericordia llega a sus fieles 
de generación en generación.

Él hace proezas con su brazo,
dispersa a los soberbios de corazón.

Derriba del trono a los poderosos, 
y enaltece a los humildes.

A los hambrientos los colma de bienes, 
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo 
acordándose de la misericordia, 
como lo había prometido a nuestros padres, 
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Amén.