Cardenal Tobin:
Todos estamos llamados a ser santos

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Vol. 7. No. 6

Mis queridas hermanas y hermanos en Cristo:

Durante los dos primeros días de noviembre, la Iglesia nos invita a reflexionar sobre lo que el Concilio Vaticano II denominó “la llamada universal a la santidad”. Los católicos creemos que todos los seres humanos estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, y que todos nosotros—sin importar quiénes seamos o cuál sea nuestra historia personal—estamos llamados a ser santos.

¿Qué significa ser santo? Según el Catecismo de la Iglesia Católica, “el deseo de Dios está inscrito en el corazón humano” (#27). Los seres humanos estamos destinados a buscar a Dios, a encontrarlo y a unirnos a él—tanto aquí en la Tierra como en nuestro hogar celestial.

La santidad es la cualidad de nuestra unión con Dios, la indicación de nuestra cercanía a Él. Las mujeres y los hombres santos están cerca de Dios. Por eso los llamamos “santos”, que proviene de la palabra latina sanctus o santo.

En su homilía para la canonización de dos jóvenes santos, “San Pier Giorgio Frassati y San Carlo Acutis: un joven de principios del siglo XX y un adolescente de nuestros días, ambos enamorados de Jesús y dispuestos a darlo todo por él” (véase la selección más abajo), el Papa León XIV recuerda la conversión de otro joven, San Francisco de Asís:

Jesús se le apareció a [Francisco] en el camino y le pidió que reflexionara sobre lo que estaba haciendo. Recobrando el sentido, le hizo a Dios una sencilla pregunta: “Señor, ¿qué quieres que haga?”

Sabemos que el Señor respondió a Francisco diciendo: “Reconstruye mi Iglesia”, y que el joven lo abandonó todo para seguir los pasos de Jesús y ayudar a revitalizar la Iglesia de su época.

En su encíclica Spe Salvi, Sobre la Esperanza Cristiana (véase la selección más abajo), el Papa Benedicto XVI escribe: “La vida es un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y tempestuoso, un viaje en el que buscamos las estrellas que nos indican el camino. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente”. Son luces de esperanza, escribe el Santo Padre, porque nos señalan a Jesucristo, “la verdadera luz, el sol que ha salido por encima de todas las sombras de la historia” (#49).

Los santos brillan con la luz de Cristo. Muchos de ellos han sido reconocidos oficialmente por la Iglesia mediante un proceso que culmina con la solemne proclamación de que practicaron la virtud heroica y vivieron fieles a la gracia de Dios. Lo hemos visto recientemente con la canonización de San Pier Giorgio Frassati y San Carlo Acutis el 7 de septiembre de 2025.

Pero durante los últimos 2000 años, muchas otras mujeres y hombres santos se han entregado de todo corazón a Jesucristo sin haber sido declarados santos por la Iglesia. Estos son los santos que celebramos el 1 de noviembre, solemnidad de Todos los Santos.

Estos santos—tanto conocidos como desconocidos—son personas que han vivido una vida buena y santa. Son luces de esperanza porque nos señalan a Jesucristo, la verdadera luz, el sol que ha salido por encima de todas las sombras de la historia.

Todos estamos llamados a la santidad, a la cercanía con Dios, pero desafortunadamente la mayoría de nosotros nos encontramos más lejos de Dios de lo que nos gustaría estar. Por eso Cristo nos da los sacramentos—especialmente la Eucaristía y el sacramento de la penitencia—para ayudarnos en nuestras luchas diarias en el camino hacia la santidad. Todos estamos llamados a estar cerca de Dios, pero para muchos de nosotros el camino es largo y difícil.

Gracias a Dios, su gracia y misericordia son infinitas. Nuestro Dios amoroso y misericordioso nunca nos abandona. Incluso después de nuestra muerte, los cristianos creemos que aún es posible expiar nuestros pecados, crecer en santidad y acercarnos a Dios. Por eso rezamos por los que han fallecido.

También es por eso que la Iglesia celebra la fiesta de Todos los Santos el 2 de noviembre. Todos estamos llamados a ser santos—tanto los vivos como los muertos—y la gracia de nuestro Señor Jesús no se limita a este mundo, sino que puede llegar incluso al estado que llamamos purgatorio, para tocar los corazones de esas “pobres almas” que deben pasar por un proceso de purificación antes de unirse plenamente a Dios.

En nuestro deseo de estar unidos a Dios, miramos a los santos para que nos muestren el camino. ¿Cómo nos enseñan los santos a estar cerca de Dios? Obviamente, a través del testimonio de su vida cotidiana, las decisiones que toman, su disposición a sacrificarse por los demás y su devoción a Cristo. Sus palabras y ejemplos son guías útiles para la vida cristiana cotidiana.

Pero, ¿cuál es el secreto de su éxito al navegar por los mares oscuros y tormentosos de la vida? ¿Por qué los santos tienen éxito en llevar una vida buena y santa cuando tantos de nosotros luchamos y fracasamos?

La respuesta, creo, es la oración—“un ejercicio del deseo”, como la describe San Agustín. Los santos son hombres y mujeres que saben rezar, estar cerca de Dios y comunicarse con Él desde el corazón. Son personas que, tanto en los momentos difíciles como en los buenos, elevan su mente y su corazón al Señor. Los santos buscan la voluntad de Dios en sus vidas. Comparten con Él sus esperanzas y frustraciones y, a veces, incluso su soledad, su ira y su miedo. A través de su oración, de su escucha atenta, más aún que de las palabras que pronuncian, los hombres y mujeres a los que llamamos santos están en contacto constante con Dios.

Al recordar a los santos—vivos y difuntos—que nos sirven de estrellas que nos guían hacia Cristo, recemos por la gracia de que el amor y la misericordia de Dios toquen nuestros corazones y nos acerquen a Él, que es el verdadero deseo de nuestro corazón.

Sinceramente suyo en Cristo Redentor,
Cardenal Joseph W. Tobin, C.Ss.R.
Arzobispo de Newark


El Papa Benedicto XVI:
La íntima relación entre la Oración y la Esperanza

n image of Pope Benedict XVI poses in Alpeggio Pileo near his summer residence in Les Combes, in the Valle d'Aosta in northern Italy July 14, 2005. (CNS photo/Reuters/ Vatican pool)

San Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y esperanza en una homilía sobre la Primera Carta de San Juan. Él define la oración como un ejercicio de deseo. El hombre ha sido creado para la grandeza—para Dios mismo, fue creado para ser llenado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la grandeza a la que está destinado. Tiene que ser ensanchado. “Dios, retardando [su don], ensancha nuestro deseo; a través del deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, incrementa su capacidad [para recibirlo]”.

Agustín se refiere a san Pablo, quien dice de sí mismo que vive lanzado hacia lo que está por delante (cf. Flp 3,13). Después usa una imagen muy bella para describir este proceso de ensanchamiento y preparación del corazón humano. “Imagínate que Dios quiere llenarte de miel [símbolo de la ternura y la bondad de Dios]; pero si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel?”. El vaso, es decir el corazón, tiene que ser antes ensanchado y luego purificado, liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo y es doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que estamos destinados [26].

Aunque Agustín habla directamente sólo de la receptividad para con Dios, se ve claramente que con este esfuerzo por liberarse del vinagre y de su sabor, el hombre no sólo se hace libre para Dios, sino que se abre también a los demás. En efecto, sólo convirtiéndonos en hijos de Dios podemos estar con nuestro Padre común. Rezar no significa salir de la historia y retirarse en el rincón privado de la propia felicidad. El modo apropiado de orar es un proceso de purificación interior que nos abre hacia Dios y, precisamente por eso, también a los demás. En la oración, tenemos que aprender qué es lo que verdaderamente podemos pedirle a Dios—lo que es digno de Dios.

Tenemos que aprender que no podemos rezar contra el otro. Debemos aprender que no podemos pedir cosas superficiales y banales que deseamos en ese momento—la pequeña esperanza equivocada que nos aleja de Dios. Tenemos que purificar nuestros deseos y esperanzas. Debemos librarnos de las mentiras ocultas con que nos engañamos a nosotros mismos. Dios las escruta, y la confrontación con Dios obliga al hombre a reconocerlas también. “¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta”, ruega el salmista (Sal 19,12 [18,13]). 

No reconocer la culpa, la ilusión de inocencia, no me justifica ni me salva, porque la ofuscación de la conciencia, la incapacidad de reconocer en mí el mal como tal, es culpa mía. Si Dios no existe, entonces quizás tengo que refugiarme en estas mentiras, porque no hay nadie que pueda perdonarme, nadie que sea el verdadero criterio. En cambio, el encuentro con Dios despierta mi conciencia para que ésta ya no me ofrezca más una auto justificación ni sea un simple reflejo de mí mismo y de los contemporáneos que conforman mi pensamiento, sino que se transforme en capacidad para escuchar el Bien mismo.

(Una selección de la Carta Encíclica del Papa Benedicto XVI Spe Salvi, Sobre la Esperanza Cristiana, #33).


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Un mensaje de Papa León XIV:
En el Cristo único, somos uno

También Jesús, en el Evangelio, nos habla de un proyecto al que adherirnos hasta el final. Dice: “El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,27); y agrega: “cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (v. 33). Nos llama a lanzarnos sin vacilar a la aventura que Él nos propone, con la inteligencia y la fuerza que vienen de su Espíritu y que podemos acoger en la medida en que nos despojamos de nosotros mismos, de las cosas y de las ideas a las que estamos apegados, para ponernos a la escucha de su palabra.

Muchos jóvenes, a lo largo de los siglos, tuvieron que afrontar este momento decisivo de la vida. Pensemos en san Francisco de Asís, como Salomón, también él era joven y rico, y estaba sediento de gloria y de fama. Por eso partió a la guerra, esperando ser nombrado caballero y revestirse de honores. Pero Jesús se le apareció en el camino y le hizo reflexionar sobre lo que estaba haciendo.

Vuelto en sí, dirigió a Dios una pregunta sencilla: “Señor, ¿qué quieres que haga?” (Leyenda de los Tres Compañeros, cap. II: Fonti Francescane, 1401). Y a partir de allí, volviendo sobre sus pasos, comenzó a escribir una historia diferente: la maravillosa historia de santidad que todos conocemos, despojándose de todo para seguir al Señor (cf. Lc 14,33), viviendo en pobreza y prefiriendo el amor a los hermanos, especialmente a los más débiles y pequeños, al oro, a la plata y a las telas preciosas de su padre.

¡Y cuántos otros santos y santas podríamos recordar! A veces nosotros los representamos como grandes personajes, olvidando que para ellos todo comenzó cuando, aún jóvenes, respondieron “sí” a Dios y se entregaron a Él plenamente, sin guardar nada para sí. A este respecto, san Agustín cuenta que, en el “nudo tortuosísimo y enredadísimo” de su vida, una voz, en lo profundo, le decía: “Sólo a ti quiero” (Confesiones, II, 10,18). Y, de esa manera, Dios le dio una nueva dirección, un nuevo camino, una nueva lógica, donde nada de su existencia estuvo perdido.

En este marco, contemplamos hoy a san Pier Giorgio Frassati y a san Carlo Acutis: un joven de principios del siglo XX y un adolescente de nuestros días, ambos enamorados de Jesús y dispuestos a dar todo por Él.

Pier Giorgio encontró al Señor por medio de la escuela y los grupos eclesiales—la Acción Católica, las Conferencias de San Vicente de Paúl, la F.U.C.I. (Federación Universitaria Católica Italiana), la Orden Tercera de Santo Domingo—y dio testimonio de ello a través de su alegría de vivir y de ser cristiano en la oración, en la amistad y en la caridad. Hasta el punto de que, a fuerza de verlo recorrer las calles de Turín con carritos repletos de ayuda para los pobres, sus amigos lo llamaban “Frassati Impresa Trasporti” (Empresa de Transportes Frassati). También hoy, la vida de Pier Giorgio representa una luz para la espiritualidad laical. Para él la fe no fue una devoción privada; impulsado por la fuerza del Evangelio y la pertenencia a asociaciones eclesiales, se comprometió generosamente en la sociedad, dio su contribución en la vida política, se desgastó con ardor al servicio de los pobres.

Carlo, por su parte, encontró a Jesús en su familia, gracias a sus padres, Andrés y Antonia — presentes hoy aquí con sus dos hermanos, Francesca y Michele — y después en la escuela, y sobre todo en los sacramentos, celebrados en la comunidad parroquial. De ese modo, creció integrando naturalmente en sus jornadas de niño y de adolescente la oración, el deporte, el estudio y la caridad.

Ambos, Pier Giorgio y Carlo, cultivaron el amor a Dios y a los hermanos a través de medios sencillos, al alcance de todos: la Santa Misa diaria, la oración, y especialmente la adoración eucarística. Carlo decía: “Cuando nos ponemos frente al sol, nos bronceamos. Cuando nos ponemos ante Jesús en la Eucaristía, nos convertimos en santos”, y también: “La tristeza es dirigir la mirada hacia uno mismo, la felicidad es dirigir la mirada hacia Dios. La conversión no es otra cosa que desviar la mirada desde abajo hacia lo alto. Basta un simple movimiento de ojos”. Otra cosa esencial para ellos era la confesión frecuente. Carlo escribió: “A lo único que debemos temer realmente es al pecado”; y se maravillaba porque—en sus propias palabras— “los hombres se preocupan mucho por la belleza del propio cuerpo y no se preocupan, en cambio, por la belleza de su propia alma”. Ambos, además, tenían una gran devoción por los santos y por la Virgen María, y practicaban generosamente la caridad. Pier Giorgio decía: “Alrededor de los pobres y los enfermos veo una luz que nosotros no tenemos” (Nicola Gori, Al prezzo della vita: L’Osservatore romano, 11 de febrero 2021). Llamaba a la caridad “el fundamento de nuestra religión” y, como Carlo, la ejercitaba sobre todo por medio de pequeños gestos concretos, a menudo escondidos, viviendo lo que el Papa Francisco ha llamado “la santidad de la puerta de al lado” Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate, 7).

Incluso cuando los aquejó la enfermedad y esta fue deteriorando sus jóvenes vidas, ni siquiera eso los detuvo ni les impidió amar, ofrecerse a Dios, bendecirlo y pedirle por ellos y por todos. Un día Pier Giorgio dijo: “El día de mi muerte será el día más bello de mi vida” (Irene Funghi, I giovani assieme a Frassati: un compagno nei nostri cammini tortuosi: Avvenire, 2 de agosto 2025). En su última foto, que lo retrata mientras escalaba una montaña de Val di Lanzo, con el rostro dirigido a la meta, había escrito: “Hacia lo alto”. Por otra parte, a Carlo, siendo aún más joven, le gustaba decir que el cielo nos espera desde siempre, y  que amar el mañana es dar hoy nuestro mejor fruto.

 (Una selección de la homilía del Papa León XIV el 23º Domingo del Tiempo Ordinario, septiembre 7, 2025, las canonizaciones de san Pier Giorgio Frassati y san Carlo Acutis).


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Mi Oración para Ustedes

Únanse a mí por favor en esta oración por Todos los Santos, 1 de noviembre:

Padre amoroso, anhelamos compartir la comunión de caridad que los santos en el cielo tienen contigo. Haznos santos. Profundiza nuestro deseo de santidad y deja que ese deseo gobierne todo lo que decimos y hacemos. Por Cristo nuestro Señor.

Amén.

Y para la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, 2 de noviembre:

Oh, corazón bondadoso de Jesús, siempre consumido por el amor ardiente hacia las pobres almas cautivas en el purgatorio, ten piedad de las almas de tus siervos difuntos. Oh, Salvador misericordioso, envía a tus santos ángeles para que los conduzcan a un lugar de descanso, luz y paz.

Amén.