Cardenal Tobin: Somos Sus Testigos
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Vol. 6. No. 18
Mis queridas hermanas y hermanos en Cristo:
El próximo fin de semana (7 y 8 de junio de 2025), lanzaremos una nueva iniciativa pastoral titulada, Somos Sus Testigos. El propósito de esta nueva iniciativa es ayudarnos a todos nosotros en la Arquidiócesis de Newark a recorrer el camino de conversión pastoral y discipulado misionero que estamos llamados a seguir como Pueblo de Dios aquí en el norte de Nueva Jersey.
Jesús nos dice que Él mismo es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14:6). Nos invita a arrepentirnos, a cambiar nuestra forma de vivir y a seguirle. Y, lo que es más, nos invita a ser Sus testigos y a compartir Su amor y Su verdad con todos los que encontremos.
La “conversión pastoral” requiere ni más ni menos que nuestra disposición a estar abiertos a lo que la Palabra de Dios nos dice y a escucharnos unos a otros. Al viajar juntos como hijas e hijos de Dios Padre y como hermanas y hermanos en Cristo, unidos en el Espíritu Santo, se nos desafía a ser agentes de crecimiento y cambio en nuestro mundo. No debemos tener miedo de dejar la comodidad del hogar, ni de arriesgarnos a aventurarnos en el mundo, porque no estamos solos. El Espíritu de Dios nos guía, y nos acompañan María y todos los santos que caminan a nuestro lado mientras seguimos las huellas de Jesús.
Somos testigos de Jesucristo. Como nos enseña el Papa León XIV, existimos para llevar la paz de Cristo a un mundo en guerra. Como discípulos misioneros, estamos llamados a llevar a Cristo vivo, que es la fuente de toda libertad y esperanza, a nuestras hermanas y hermanos que han abandonado la esperanza, ya sea aquí, en el norte de Nueva Jersey, o en cualquier otra parte del mundo. Estamos obligados a dar testimonio a los perdidos y los que están solos entre nosotros, y creemos que Jesucristo es el rostro de Dios y el destino último de la humanidad. A través de Él, con Él y en Él, Dios está con nosotros, así que nunca debemos tener miedo.
En virtud de nuestro bautismo, todos estamos llamados a ser discípulos y misioneros. Nuestra Iglesia es una comunidad de discípulos misioneros de Jesucristo que han sido enviados “al mundo entero” para proclamar la Buena Nueva, compartir lo que creemos y servir a todos nuestras hermanas y hermanos, especialmente a los pobres y vulnerables.
Todos nosotros—cualquiera que sea nuestra vocación particular—somos Peregrinos de la Esperanza y compañeros de viaje, llamados a desempeñar un papel activo en el ministerio de nuestra Iglesia porque todos compartimos el único sacerdocio de Cristo y porque cada uno de nosotros ha recibido del Espíritu Santo diversos dones y talentos (carismas) para contribuir al bien común de todos.
Como cristianos, estamos llamados a ser mujeres y hombres que se reúnen en torno a nuestro Señor (cf. Mc 3,14), escuchando su Palabra, encontrándose con Él en la oración y los sacramentos (especialmente la Eucaristía) y sirviéndole en “los más pequeños”, nuestros hermanos y hermanas. También somos embajadores de Cristo, enviados “hasta los confines de la tierra” como testigos suyos para proclamar la Buena Nueva, enseñar la fe y atender a todos los necesitados.
Reunirse y Ser Enviados son las señas de identidad del discipulado cristiano. Ambas exigen que dejemos de buscarnos a nosotros mismos y estemos dispuestos a encontrarnos en Dios y en nuestro prójimo. Ambas requieren que aceptemos nuestro papel de peregrinos que viajan juntos en un viaje que a menudo nos obliga a abandonar nuestras zonas de confort y abrazar realidades nuevas e inciertas a lo largo del camino.
De hecho, la “peregrinación” es una imagen utilizada en la mayoría de las grandes tradiciones religiosas a lo largo de la historia de la humanidad e incluso en algunas culturas seculares. Los cristianos abrazamos el concepto de ser enviados en un viaje como peregrinos de esperanza, pero creemos que es esencial que primero nos reunamos en torno a nuestro Señor para recibir Su instrucción, Su alimento y Su bendición antes de partir como misioneros que serán el rostro de Jesús para todos los que encontremos.
Cuando nos envía a ser sus testigos, Jesús nos dice que “viajemos ligeros”. No debemos agobiarnos por las cosas materiales—ni por las preocupaciones y ansiedades terrenales. Llevamos con nosotros al Espíritu Santo, que nos da todo lo que necesitamos para llevar a cabo la obra de Cristo. Y cuando volvemos a Él después de un largo y arduo viaje, Jesús nos recibe con los brazos abiertos. Él repone nuestros espíritus cansados y nos renueva con la fuerza de Su amor.
Como testigos de Cristo, estamos llamados a compartir la alegría del Evangelio con todos los que encontremos—aquí en casa y en tierras lejanas. Tenemos el reto de ser una Iglesia que sale, en lugar de una Iglesia replegada sobre sí misma, donde todo es familiar y cómodo. Volviéndonos hacia fuera, lejos de nuestras propias necesidades, podemos proclamar la Buena Nueva de Jesucristo tanto con nuestras acciones como con nuestras palabras. Podemos ser el rostro de Jesús para todos los que nos encontremos.
A pesar de nuestras diferencias y desacuerdos, que son muchos, todos buscamos el camino de la felicidad y la alegría. Nosotros, que hemos encontrado a Jesús, y que hemos sido reunidos y enviados por Él, podemos ayudar a otros a conocerle como nosotros si somos sinodales que reconocen el rostro de Jesús en los demás y les acompañan en el camino de la vida.
Como discípulos misioneros aquí en la Arquidiócesis de Newark, ya seamos clérigos, religiosos consagrados o fieles laicos, debemos 1) amar a la gente a la que servimos, 2) respetar sus tradiciones, costumbres y experiencias de vida, 3) ayudar a construir comunidades locales, y 4) ser el rostro de Jesús encarnado en medio de ellos. Esta es la llamada a ser Sus testigos, a ser el rostro de Jesús y, al mismo tiempo, a reconocerle en los rostros de las personas a las que servimos. Todos somos miembros del único Cuerpo de Cristo, y nuestras diferencias deberían enriquecernos, no dividirnos.
Como discípulos misioneros, acudimos con razón a María, nuestra Madre, para que nos anime y nos guíe en nuestro camino de fe, esperanza y amor. María es la que dijo “sí” a la voluntad de Dios para ella, incluso cuando no podía comprender su significado ni anticipar plenamente lo que le exigiría. María fue la primera discípula misionera. Desde su primer viaje a “la región montañosa” para visitar a su prima Isabel, pasando por el viaje con José a Belén, hasta la huida a Egipto para evitar la loca crueldad de Herodes, María fue allí donde Dios la enviaba.
María también se reunió con otros—estuvo al pie de la Cruz, oró con los discípulos tras la resurrección de su Hijo y esperó con ellos el don del Espíritu Santo. María es a la vez compañera de viaje y guía segura y apoyo durante nuestra Peregrinación de Esperanza. Como nos recordaba el Papa León en su primer mensaje Urbi et Orbi (a la ciudad y al mundo), “Nuestra Madre María quiere caminar siempre a nuestro lado, permanecer cerca de nosotros, ayudarnos con su intercesión y su amor”.
Confiados en la cercanía de María a nosotros, sus hijos, dirijámonos a Ella ahora y siempre para buscar refugio bajo su protección y cuidado. Y que ella nos inspire siempre, y nos ayude, a ser Sus testigos.
Sinceramente suyo en Cristo Redentor,
Cardenal Joseph W. Tobin, C.Ss.R.
Arzobispo de Newark

Un mensaje de Papa León XIV: En el Cristo único, somos uno
Juntos, como un solo pueblo, todos como hermanos, caminemos hacia Dios y amémonos los unos a los otros.
Hermanos y hermanas,
los saludo a todos con el corazón lleno de gratitud, al inicio del ministerio que me ha sido confiado. Escribía san Agustín: «Nos has hecho para ti, [Señor,] y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, 1,1.1).
En estos últimos días, hemos vivido un tiempo particularmente intenso. La muerte del Papa Francisco ha llenado de tristeza nuestros corazones y, en esas horas difíciles, nos hemos sentido como esas multitudes que el Evangelio describe «como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36). Precisamente en el día de Pascua recibimos su última bendición y, a la luz de la resurrección, afrontamos ese momento con la certeza de que el Señor nunca abandona a su pueblo, lo reúne cuando está disperso y lo cuida «como un pastor a su rebaño» (Jr 31,10).
Con este espíritu de fe, el Colegio de los cardenales se reunió para el cónclave; llegando con historias personales y caminos diferentes, hemos puesto en las manos de Dios el deseo de elegir al nuevo sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, un pastor capaz de custodiar el rico patrimonio de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de mirar más allá, para saber afrontar los interrogantes, las inquietudes y los desafíos de hoy. Acompañados por sus oraciones, hemos experimentado la obra del Espíritu Santo, que ha sabido armonizar los distintos instrumentos musicales, haciendo vibrar las cuerdas de nuestro corazón en una única melodía.
Fui elegido sin tener ningún mérito y, con temor y trepidación, vengo a ustedes como un hermano que quiere hacerse siervo de su fe y de su alegría, caminando con ustedes por el camino del amor de Dios, que nos quiere a todos unidos en una única familia.
Amor y unidad: estas son las dos dimensiones de la misión que Jesús confió a Pedro.
Nos lo narra ese pasaje del Evangelio que nos conduce al lago de Tiberíades, el mismo donde Jesús había comenzado la misión recibida del Padre: “pescar” a la humanidad para salvarla de las aguas del mal y de la muerte. Pasando por la orilla de ese lago, había llamado a Pedro y a los primeros discípulos a ser como Él “pescadores de hombres”; y ahora, después de la resurrección, les corresponde precisamente a ellos llevar adelante esta misión: no dejar de lanzar la red para sumergir la esperanza del Evangelio en las aguas del mundo; navegar en el mar de la vida para que todos puedan reunirse en el abrazo de Dios.
¿Cómo puede Pedro llevar a cabo esta tarea? El Evangelio nos dice que es posible sólo porque ha experimentado en su propia vida el amor infinito e incondicional de Dios, incluso en la hora del fracaso y la negación. Por eso, cuando es Jesús quien se dirige a Pedro, el Evangelio usa el verbo griego agapao —que se refiere al amor que Dios tiene por nosotros, a su entrega sin reservas ni cálculos—, diferente al verbo usado para la respuesta de Pedro, que en cambio describe el amor de amistad, que intercambiamos entre nosotros.
Cuando Jesús le pregunta a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» (Jn 21,16), indica pues el amor del Padre. Es como si Jesús le dijera: sólo si has conocido y experimentado el amor de Dios, que nunca falla, podrás apacentar a mis corderos; sólo en el amor de Dios Padre podrás amar a tus hermanos “aún más”, es decir, hasta ofrecer la vida por ellos.
A Pedro, pues, se le confía la tarea de “amar aún más” y de dar su vida por el rebaño. El ministerio de Pedro está marcado precisamente por este amor oblativo, porque la Iglesia de Roma preside en la caridad y su verdadera autoridad es la caridad de Cristo. No se trata nunca de atrapar a los demás con el sometimiento, con la propaganda religiosa o con los medios del poder, sino que se trata siempre y solamente de amar como lo hizo Jesús.
Él —afirma el mismo apóstol Pedro— «es la piedra que ustedes, los constructores, han rechazado, y ha llegado a ser la piedra angular» (Hch 4,11). Y si la piedra es Cristo, Pedro debe apacentar el rebaño sin ceder nunca a la tentación de ser un líder solitario o un jefe que está por encima de los demás, haciéndose dueño de las personas que le han sido confiadas (cf. 1 P 5,3); por el contrario, a él se le pide servir a la fe de sus hermanos, caminando junto con ellos. Todos, en efecto, hemos sido constituidos «piedras vivas» (1 P 2,5), llamados con nuestro Bautismo a construir el edificio de Dios en la comunión fraterna, en la armonía del Espíritu, en la convivencia de las diferencias. Como afirma san Agustín: «Todos los que viven en concordia con los hermanos y aman a sus prójimos son los que componen la Iglesia» (Sermón 359,9).
Hermanos y hermanas, quisiera que este fuera nuestro primer gran deseo: una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado.
En nuestro tiempo, vemos aún demasiada discordia, demasiadas heridas causadas por el odio, la violencia, los prejuicios, el miedo a lo diferente, por un paradigma económico que explota los recursos de la tierra y margina a los más pobres. Y nosotros queremos ser, dentro de esta masa, una pequeña levadura de unidad, de comunión y de fraternidad. Nosotros queremos decirle al mundo, con humildad y alegría: ¡miren a Cristo! ¡Acérquense a Él! ¡Acojan su Palabra que ilumina y consuela! Escuchen su propuesta de amor para formar su única familia: en el único Cristo nosotros somos uno. Y esta es la vía que hemos de recorrer juntos, unidos entre nosotros, pero también con las Iglesias cristianas hermanas, con quienes transitan otros caminos religiosos, con aquellos que cultivan la inquietud de la búsqueda de Dios, con todas las mujeres y los hombres de buena voluntad, para construir un mundo nuevo donde reine la paz.
Este es el espíritu misionero que debe animarnos, sin encerrarnos en nuestro pequeño grupo ni sentirnos superiores al mundo; estamos llamados a ofrecer el amor de Dios a todos, para que se realice esa unidad que no anula las diferencias, sino que valora la historia personal de cada uno y la cultura social y religiosa de cada pueblo.
Hermanos, hermanas, ¡esta es la hora del amor! La caridad de Dios, que nos hace hermanos entre nosotros, es el corazón del Evangelio. Con mi predecesor León XIII, hoy podemos preguntarnos: si esta caridad prevaleciera en el mundo, «¿no parece que acabaría por extinguirse bien pronto toda lucha allí donde ella entrara en vigor en la sociedad civil?» (Carta enc. Rerum novarum, 20).
Con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, construyamos una Iglesia fundada en el amor de Dios y signo de unidad, una Iglesia misionera, que abre los brazos al mundo, que anuncia la Palabra, que se deja cuestionar por la historia, y que se convierte en fermento de concordia para la humanidad.
Juntos, como un solo pueblo, todos como hermanos, caminemos hacia Dios y amémonos los unos a los otros.
(Una selección de la homilía del Papa León XIV para el V Domingo de Pascua, 18 de mayo de 2025)
Mi Oración para Ustedes

Por favor únanse a mí para orar con estas palabras del Papa León XIV:
Por eso, mientras encomendamos a María el servicio del Obispo de Roma, Pastor de la Iglesia universal, desde la “Barca de Pedro” contemplémosla a ella, Estrella del Mar, Nuestra Señora del Buen Consejo, como signo de esperanza. Imploremos por su intercesión el don de la paz, el auxilio y el consuelo para los que sufren y, para todos nosotros, la gracia de ser testigos del Señor Resucitado.