Del Cardenal: Reunidos e Invitados por la Trinidad | 16 de febrero 2024

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Vol. 5. No. 11

Como recuerda el Concilio Vaticano II, la Iglesia es “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4). El Padre, con el envío del Hijo y el don del Espíritu Santo, nos introduce en un dinamismo de comunión y misión que nos hace pasar del “yo” al “nosotros” y nos pone al servicio del mundo. (Informe de Síntesis del Sínodo) 

Mis Queridas Hermanas y Hermanos en Cristo,

En los cuatro evangelios, vemos repetidamente que los discípulos de Jesús se reúnen para experimentar la comunión con el Señor y entre ellos. Luego, una vez conformados con Jesús, su Maestro, son enviados al mundo para predicar, curar, expulsar demonios y, en definitiva, transformar el mundo. El Concilio Vaticano II (Lumen Gentium) enseña que esta dinámica de reunirse y ser enviados es obra de la Santísima Trinidad. 

La sinodalidad es una expresión de este dinamismo de reunión y envío (comunión y misión). Como se señala en el Informe de Síntesis para la sesión de octubre de 2023, Sinodalidad: Una Iglesia Sinodal en Misión (véase la selección más abajo): 

La sinodalidad traduce en actitudes espirituales y procesos eclesiales el dinamismo trinitario con el que Dios sale al encuentro de la humanidad. Para ello es necesario que todos los bautizados se comprometan en el ejercicio recíproco de su vocación, carisma y ministerio. Sólo así la Iglesia puede llegar a ser verdaderamente una “conversación” (cf. Ecclesiam suam 67) en sí misma y con el mundo, caminando al lado de cada ser humano al estilo de Jesús. 

Para poder servir a otros, primero debemos encontrarnos con Jesús y unirnos más profundamente a Él y a los demás. Esta experiencia de auténtica comunión nos hace pasar del aislamiento del egoísmo (el “yo”) a la comunión de la unión con Dios y con los demás (el “nosotros”). 

“Al llamarnos a participar de su Cuerpo y de su Sangre, el Señor nos forma en un solo cuerpo, los unos con los otros y con Él mismo”, nos recuerda el Informe de Síntesis del Sínodo. La Santa Comunión nos hace uno con Cristo y en Cristo. Nos reúne como miembros del Cuerpo de Cristo, la Iglesia, y nos prepara para ser enviados en misión al mundo. 

San Agustín escribe que al recibir la Eucaristía nos convertimos en lo que recibimos (comunión). Luego nos exhorta a compartir este don tan precioso de la unión íntima con nuestro Señor con todos nuestros hermanos y hermanas (misión). Somos reunidos en el Amor y luego enviados a ser Amor para los demás. 

El Papa Francisco lo expresa de esta manera: “En virtud de su bautismo, todos los miembros del pueblo de Dios se han convertido en discípulos misioneros. Todos los bautizados, cualquiera que sea su posición en la Iglesia o su nivel de instrucción en la fe, son agentes de evangelización…” (Evangelii Gaudium, 120). Todos somos discípulos misioneros de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. 

Un discípulo es aquel que, al menos en sentido figurado, se sienta a los pies del Maestro. Los discípulos son aprendices; reciben sabiduría en el diálogo con su maestro y con sus condiscípulos para crecer como personas y como practicantes de los caminos de su Maestro. Un misionero, en cambio, es alguien que abandona la comodidad del hogar y se aventura en territorio desconocido y a menudo hostil para predicar la Buena Nueva a quienes aún no la han oído o abrazado. 

Como discípulos misioneros, tenemos el reto de ser a la vez receptores y partícipes. Estamos llamados tanto a una comunión profunda y personal con Cristo y entre nosotros, como a una forma audaz de llegar a los que están—a menudo sin darse cuenta—deseosos de oír su voz y ser consolados por su poder curativo. 

El Papa Francisco nos aconseja que ser discípulos misioneros “significa estar constantemente dispuestos a llevar el amor de Jesús a los demás”. Esto puede suceder inesperadamente y en cualquier lugar, dice el Santo Padre, “en la calle, en una plaza de la ciudad, durante el trabajo, en un viaje”. El primer paso es dejar que Jesús nos reúna, nos acerque a sí mismo y a los demás. Luego, una vez llenos de los dones de la Vida y del Amor que nos ha dado la Santísima Trinidad, nos veremos capacitados por la gracia de Dios para “caminar junto a todo ser humano al estilo de Jesús”. Este profundo dinamismo de comunión y misión es lo que la Sinodalidad espera lograr cuando todos reconozcamos nuestra responsabilidad bautismal de ser una Iglesia reunida y enviada en nombre de Jesús. 

Sinceramente suyo en Cristo Redentor,

Cardenal Joseph W. Tobin, C.Ss.R.
Arzobispo de Newark


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Una Reflexión Cuaresmal del Cardenal Tobin

¿Qué significa hoy la Cuaresma? ¿Se trata sólo de renunciar a algo que les gusta, como los dulces o las redes sociales, o de hacer algo más, como ayudar más en casa o en una despensa de alimentos? 

El Papa Francisco nos recuerda que la Cuaresma es mucho más que una mera abstinencia. Es una invitación a emprender un camino de renovación personal y comunitaria, que nos guía hacia el profundo misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo. Este tiempo sagrado nos invita a una experiencia sinodal, llamando a toda la Iglesia a la contemplación orante y al discernimiento de la voluntad de Dios. 

Nuestra fe católica nos ofrece este tiempo penitencial único para prepararnos para la alegría de la Pascua. 

El Miércoles de Ceniza, al recibir la ceniza, la Iglesia se hace eco de las palabras de San Pablo en Corintios: “Este es el momento favorable; este es el día de la salvación”. 

El Miércoles de Ceniza es significativo porque comienza nuestro viaje cuaresmal y nos da una pista de hacia dónde vamos y qué necesitamos para caminar hacia allí. La fe no es tapioca instantánea; necesita tiempo. Por eso tenemos 40 días para escuchar cada día la Palabra de Dios, para intentar reconectarnos con Dios a través del sacramento de la reconciliación y la oración diaria, para reconectarnos con nuestros hermanos y hermanas, especialmente con aquellos que no se ven o actúan como nosotros – reconociendo que estamos llamados a amarlos también; y finalmente, para reconectarnos con nosotros mismos, para vislumbrar cómo somos tal como Dios nos ve y no simplemente lo que nos devuelve la mirada en el espejo. 

Esta no es una promesa lejana; es una realidad presente. Hoy, caminamos juntos hacia el misterio del sufrimiento, la muerte y la resurrección de nuestro Redentor. 

Al reclamar nuestra identidad sinodal como Iglesia, nos reconocemos como una comunidad que camina unida tras las huellas de Jesucristo, guiada por el Espíritu Santo. A través de las disciplinas de la oración, el ayuno y la limosna, ampliamos nuestra comunión con Dios y nos comprometemos de nuevo a vivir no para nosotros mismos, sino para los demás. 

La sinodalidad no es sólo una virtud cuaresmal, sino un modo fundamental de ser Iglesia—un camino que nos conduce a la alegría de la Pascua. La salvación no es simplemente una búsqueda individual; es un camino comunitario. Caminamos lado a lado, escuchándonos y aprendiendo unos de otros, compartiendo las cargas de los demás y alegrándonos en la esperanza que nos aguarda. 

Acojamos esta Cuaresma como un tiempo para reconocer y afirmar nuestra identidad sinodal como pueblo guiado por el Espíritu Santo. Busquemos fervientemente los dones del Espíritu y fortalezcámonos para el camino hacia la alegría pascual. 

“Ahora es el día de la salvación”. Que nuestra observancia de la Cuaresma nos prepare para el camino que tenemos por delante—como un pueblo de Dios unido y santificado. 

Deseo a todos en la Arquidiócesis de Newark y más allá “un feliz viaje”. Vale la pena. Caminemos juntos.


Una Iglesia Sinodal en Misión: Informe de Síntesis 

Una Selección del Informe de Síntesis Primera Parte: El Rostro de la Iglesia Sinodal, #3 Entrar en una Comunidad de Fe: La Iniciación Cristiana.  

La celebración de la Eucaristía, sobre todo la dominical, es la primera y fundamental forma que el Santo Pueblo de Dios tiene para reunirse y encontrarse. Cuando ésta no es posible, la comunidad, sin dejar de desearla, se reúne en torno a la celebración de la Palabra. En la Eucaristía celebramos un misterio de gracia que se nos ha dado.

Llamándonos a participar en su Cuerpo y Sangre, el Señor nos hace un solo cuerpo entre nosotros y con Él. A partir de la utilización que hace Pablo de la palabra koinonia (cfr. 1Cor10,16-17), la tradición cristiana ha reservado la palabra “comunión” para indicar, a un tiempo, la plena participación en la Eucaristía y la naturaleza de la relación entre los fieles y entre las Iglesias.  

Al tiempo que se abre a la contemplación de la vida divina, hasta las insondables profundidades del misterio trinitario, la expresión “comunión” nos lleva también a la ‘cotidianeidad’ de nuestras relaciones: en los gestos más sencillos con los que nos abrimos el uno al otro circula realmente el soplo del Espíritu. Por eso, la comunión celebrada en la Eucaristía y que de ella se deriva configura y orienta los caminos de la sinodalidad.   

Desde la Eucaristía, aprendemos a articular unidad y diversidad: unidad de la Iglesia y multiplicidad de las comunidades cristianas; unidad del misterio sacramental y variedad de las tradiciones litúrgicas; unidad de la celebración y diversidad de las vocaciones, de los carismas y de los ministerios. Nada muestra mejor que la Eucaristía que la armonía creada por el Espíritu no es uniformidad y que todo don eclesial está destinado a la edificación común. 

Si la Eucaristía da forma a la sinodalidad, el primer paso que debemos tomar es celebrar la Misa de una manera que esté a la altura del don, con un auténtico sentido de fraternidad en Cristo. La liturgia celebrada con autenticidad es la primera y fundamental escuela de discipulado. Su belleza y simplicidad deben formarnos antes de cualquier otro programa de formación.  

Un segundo paso se refiere a la exigencia, mayoritariamente señalada, de hacer más accesible a los fieles el lenguaje litúrgico y más encarnado en las diferentes culturas. Sin poner en cuestión la continuidad con la tradición y la necesidad de una mejor formación litúrgica, se necesita una reflexión más profunda sobre este tema. Se debe dar atribuciones de mayor responsabilidad en este sentido a las Conferencias Episcopales, de acuerdo al Motu Proprio Magnum principium.  

Un tercer paso consiste en el empeño pastoral de valorar todas las formas de oración comunitaria, sin limitarse a la celebración de la Misa. Otras expresiones de la oración litúrgica, como también las prácticas de la piedad popular, en las que se refleja el genio de las culturas locales, son elementos de gran importancia para favorecer la implicación de todos los fieles, para introducir gradualmente en el misterio cristiano y para acercar el encuentro con el Señor a quien tiene menos familiaridad con la Iglesia. Entre las formas de la piedad popular sobresale la devoción mariana por su capacidad de sostener y de nutrir la fe de muchos. 

Source: USCCB


Un Mensaje del Papa Francisco: Palabras de Desafío y Esperanza

Una selección de la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium (La Alegría del Evangelio), 127–129. 

Hoy que la Iglesia quiere vivir una profunda renovación misionera, hay una forma de predicación que nos compete a todos como tarea cotidiana. Se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de una conversación y también es la que realiza un misionero cuando visita un hogar. Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en una plaza, en el trabajo, en un camino. 

En esta predicación, siempre respetuosa y amable, el primer momento es un diálogo personal, donde la otra persona se expresa y comparte sus alegrías, sus esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y tantas cosas que llenan el corazón. Sólo después de esta conversación es posible presentarle la Palabra, sea con la lectura de algún versículo o de un modo narrativo, pero siempre recordando el anuncio fundamental: el amor personal de Dios que se hizo hombre, se entregó por nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y su amistad. Es el anuncio que se comparte con una actitud humilde y testimonial de quien siempre sabe aprender, con la conciencia de que ese mensaje es tan rico y tan profundo que siempre nos supera. A veces se expresa de manera más directa, otras veces a través de un testimonio personal, de un relato, de un gesto o de la forma que el mismo Espíritu Santo pueda suscitar en una circunstancia concreta. Si parece prudente y se dan las condiciones, es bueno que este encuentro fraterno y misionero termine con una breve oración que se conecte con las inquietudes que la persona ha manifestado. Así, percibirá mejor que ha sido escuchada e interpretada, que su situación queda en la presencia de Dios, y reconocerá que la Palabra de Dios realmente le habla a su propia existencia. 

No hay que pensar que el anuncio evangélico deba transmitirse siempre con determinadas fórmulas aprendidas, o con palabras precisas que expresen un contenido absolutamente invariable. Se transmite de formas tan diversas que sería imposible describirlas o catalogarlas, donde el Pueblo de Dios, con sus innumerables gestos y signos, es sujeto colectivo. Si el Evangelio se ha encarnado en una cultura, ya no se comunica sólo a través del anuncio persona a persona. En países donde el cristianismo es minoría, además de alentar a cada bautizado a anunciar el Evangelio, las Iglesias particulares deben fomentar activamente formas, al menos incipientes, de inculturación. Lo que debe procurarse, en definitiva, es que la predicación del Evangelio, expresada con categorías propias de la cultura donde es anunciado, provoque una nueva síntesis con esa cultura. 

Fuente: Vaticano


Mi Oración para Ustedes

Únanse a mí por favor, en esta oración por el Sínodo: Adsumus Sancte Spiritus

Estamos ante ti, Espiritu Santo,
reunidos en tu nombre.

Tú que eres nuestro verdadero consejero:
ven a nosotros, apóyanos,
entra en nuestros corazones.

Enséñanos el camino,
muéstranos cómo alcanzar la meta.

Impide que perdamos
el rumbo como personas
débiles y pecadoras.

No permitas que
la ignorancia nos lleve por falsos caminos.

Concédenos el don del discernimiento,
para que no dejemos que nuestras acciones se guíen por perjuicios y falsas consideraciones.

Condúcenos a la unidad en ti,
para que no nos desviemos del camino de la verdad
y la justicia,
sino que en nuestro peregrinaje terrenal nos
esforcemos por alcanzar la vida eterna.

Esto te lo pedimos a ti,
que obras en todo tiempo y lugar,
en comunión con el Padre y el Hijo
por los siglos de los siglos. Amén